Habrá algo más vergonzoso para un niño de sexto grado que sus amigos le digan a la niña de la que aquél vive enamorado sus sentimientos amorosos hacia ella. Creo que no, o al menos eso pensaba.
Cuando tienes entre 10 y 11 años empiezas a sentir con mayor fuerza un gusto raro por el sexo opuesto –bueno tal vez algunos ya sienten ese gusto pero por los de su mismo sexo-.
Yo acudía a una primaria de gobierno. En el salón cotigüo estaban nuestros más acérrimos rivales y enemigos. Ellos tenían finta de ser mayores que nosotros, de ser mañosos y por lo mismo los veíamos hasta mugrosos. Bueno esa era nuestra percepción por la rivalidad existente.
Lo cierto es que también tenían en su salón a la niña más bonita –por lo menos para mi- de toda la escuela: Claudia.
Desde mi perspectiva, su arma de atracción eran sus ojos, o su mirada, o ambas. No eran grandes como la mayoría de las canciones dice o los poemas rezan, por el contrario sus ojos eran más bien adormilados que hacían juego perfecto con el resto de su blanco rostro, y que remataba con su pelo lacio negro y por debajo de los hombros.
Como era la más bonita de la escuela, Claudia siempre iba rodeada de cuatro amigas como mínimo que, además, como es costumbre estas amigas son payasas, necias, intolerantes y obvio feas. Dos se ponían de su lado derecho y dos más del lado izquierdo. Parecía que la cuidaban mucho y creo que así era pues no era para menos, ya que sabían que la niña a la que iban flanqueando era su preciado tesoro y un fuerte imán, porque por ella conocían a los niños que ésta rechazaba. Como quien dice: eran platos de segunda mesa.
Para acercarse a Claudia tenías que pasar por la muralla de las cuatro niñas feas y odiosas. Nunca estaba sola. Si por algún motivo no se encontraba rodeada de los monstruos guardianes, era porque algún buen mozo –niño bien parecido, deportista y mayor que todos nosotros- había logrado que Claudia ordenara a su sequito de brujas que le dejara sola para platicar con él.
Además del cuarteto de feas, debías poner especial atención a otra piedrita en el zapato: su hermano menor. Éste era de los tipos de cara dura e incluso apodaban “el elotes” -porque tenía cara alargada que con su cabello chino parecía un verdadero maizal-. Siempre vigilaba a su hermana el muy celoso y estaba atento de que no se le acercara ningún “clasemediero” o “pobretón” como alguno de nosotros pues el muy desgraciado siempre iba acompañado de varios animalotes para defender a su hermana de cualquier indigno y apestoso alumno.
Cierto día, los integrantes de mi grupillo de amigos “nos sinceramos” en cuanto a sentimientos hacia las niñas; se me ocurrió confesar que para mí Claudia era el contenido de mis sueños, mi primer pensamiento matutino, la musa de mis poemas y demás idioteces que uno puede pensar sólo cuando siente estar enamorado, especialmente en esa edad. En pocas palabras, la que me traía de un ala.
Ni tardos ni perezosos, inmediatamente después de ir a recreo me empezaron a animar para que le abriera mi corazón y le volcara todo ese sentimiento romántico que fluía en mí. Yo, como era de esperarse, me negué y estaba a punto de llorar –o de hacerme de la pipi y hasta de la popó- ante tanta presión de ellos. Pensaba que no podía ni debía declararle mi amor por ella pues era simplemente inalcanzable. Sería un insulto a su belleza – pasó por mi mente-. Me preguntaba cómo se iba a fijar en un escuincle tan insignificante como yo cuando la había visto acompañada en diversas ocasiones de unos tipos que por lo menos de estatura y complexión física eran más grandes, más fuertes y más rápidos que yo. Incluso, algunos eran los “atletas” de la escuela, esos que ganaban todo y en todo. Definitivamente no lo iba a hacer.
Pero no contaba con la astucia de mis “cuates” esos que están en las buenas y en las malas, pero en las “malas” sólo para joder más el amargo momento no para ayudar ni dar una palmadita en la espalda de ánimo.
Tal cuales luchadores del bando “rudo” o peor aun como perros esqueléticos ante un pedazo de carne, se avalanzaron ante mí, me sujetaron de pies y manos y cargándome me llevaron, cuando estaba a punto de terminar el recreo, ante la presencia de “su majestad” Claudia. Me tenían tan bien agarrado los desgraciados que ni la cabeza podía elevar para mirarla a los ojos y observar el seguro gesto de “fuchi” que habrá puesto cuando me llevaron -como “puerco a la carnicería” o “perro muerto al basurero” - ante sus pies.
Mis camaradas se plantaron en frente de ella y sus amigas y le dijeron que yo le quería decir algo, obviamente yo estaba forcejeando sin lograr zafarme y diciendo a gritos que ¡no era cierto!. Ante la desesperación por soltarme quedé en una posición peor, con la ropa toda movida y con los pantalones levantados en la bastilla, lo que permitió que no sólo yo me diera cuenta de mi metrosexual forma de vestir con una combinación de colores que cualquier diseñador de modas envidiaría, sino que mis amigos y por supuesto Claudia y sus compinches observaron que llevaba unos malditos calcetines: rojo carmín.
- Trágame tierra; Dios no me castigues ni me abochornes más, por lo menos baja un poco mi pantalón para tapar mis calcetines- era lo único que pasaba por mi pensamiento.
Mis amigos le dijeron que yo estaba muy enamorado de ella y que quería ser su novio y todo un rollo romántico “hollywoodense” de lo que yo les había platicado que sentía por Claudia.
A lo cual, esbozando una linda sonrisa y llevando su mirada por todo lo largo de mi cuerpo, cual escáner de oficina, dijo con su hermosa mirada clavada en mis calcetines:
- Hay que lindo, pero no es mi tipo… mi tipo no es tan moderno en su forma de vestir.- Y soltó la carcajada junto con las brujas que la acompañaban.
Por suerte la campana que avisaba la conclusión del recreo se hizo sonar. Todos corrieron a sus salones. Excepto Claudia y yo.
Por alguna razón que aun no comprendo ella se quedó parada mirando cómo, después de ese bochornoso momento, peinaba mi cabello, metía mi camisa al pantalón y medio planchaba lo arrugado de éste y del suéter con mis manos.
Estuvimos frente a frente; un instante, unos segundos, todo paralizado a mi alrededor. Me quedé helado pues pensé que iba a soltar otra frase despectiva, el tiro de gracia.
Pero, por el contrario, me miró, sonrió, me guiñó un ojo y sin esbozar palabra alguna se retiró a su salón con la seguridad de una diva.
Aun no sé que pasó en ese instante. Tal vez le gustó el detalle de mis amigos y como no me pudo ver con claridad la cara quiso saber quién era el “intrepido, atrevido y osado” niño que llevaban cargando; tal vez sólo sintió lástima de mí y quiso reanimarme un poco con su actitud.
Aún no lo sé, e imagino que muy en el fondo, tal vez, la conquistó la franqueza de mis ojos y la nobleza de mi corazón … tal vez….
Ese día supe que sí había algo más vergonzoso en la vida que el hecho de que a esa edad Claudia supiera mi gusto hacia ella… y sí, efectivamente lo más vergonzoso fue ¡Que viera mis calcetines rojos, combinados con mi uniforme azul marino y mis zapatos negros! Qué horror, nunca los volví a usar.
Hasta que entré a la secundaria y los necesitaba para conquistar otro corazón…
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