Cursaba el primer año de secundaria allá en los años ochentas. La clase, que para ese momento ya debía haber comenzado, era de matemáticas con el profesor Castelán, que se caracterizaba porque en forma frecuente llegaba “pasado de copas”.
Ese día no llegó y la felicidad invadió nuestros corazones: “Teníamos una hora libre.” En la secundaria, cada hora valía oro no como ahora que una hora puede pasar sin darte cuenta de si hubo algún acontecimiento importante.
Ante la ausencia de un profesor, regularmente llegaba el prefecto para que nos sacara al patio o nos encargara alguna tarea para realizarla en la hora de clase.
Todos platicábamos cuando de pronto una compañera, de cuyo apellido no recuerdo, dejó caer por descuido una bola enorme de plastilina que le habían pedido en su taller de “artes plásticas”.
Ni tardos ni perezosos, varios compañeros tomaron esa bola como si fuera balón de futbol americano y la lanzaban por todo el salón, claro, sin la anuencia de la propietaria que corría de un lado a otro tratando de detener esos pases.
Yo me sentaba hasta adelante y no por “ñoño” sino por que así me había tocado según el número de lista que tenía (33). Me levanté y quise participar por lo que extendía los brazos para que fuera receptor del “balón de americano”. Pasaron varios pases antes de que llegara a mis manos la bola de plastilina.
Cuando la recibí, sentí 2 cosas pesadas: Primero, la bola de plastilina, nunca olvidaré lo que sentí al recibirla, qué cosa más pesada y, segundo, la mirada de todo el salón: las chavas riendo y los chavos pidiendo el pase pero todos observando mis movimientos.
En tan sólo unos segundos me invadió una angustia que nunca había sentido. Debía rápidamente lanzar la bola y más porque se acercaba cual “tigre a su presa” la compañera reclamando se le devolviera su plastilina.
Tenía que actuar rápido por lo que tomé la decisión de lanzarla lo más lejos posible para que ya no me la regresaran pues estaba muy pesada la dichosa bola de plastilina. Para ello decidí lanzarla a la parte trasera del salón pero por encima de la agraviada propietaria que se dirigía de frente hacia mí.
Me quedaba poco tiempo por lo que emulando a “Joe Montana o Dan Marino”, eché el cuerpo hacia atrás, alargué lo más posible mi brazo derecho y con gran impulso lancé con todas mis fuerzas el “balón de americano de plastilina”; - lanzamiento digno de más de 50 yardas- pensé.
Fue tal mi movimiento que todos, incluso la propia dueña del balón de plastilina se “fueron con la finta” y voltearon hacia atrás del salón para ver hasta dónde había llegado tan magno lanzamiento.
Cual fue la sorpresa que el tremendo lanzamiento sólo había llegado unos, que digo metros, centímetros adelante. Me había ganado la fuerza de la plastilina por lo que mi “gran lanzamiento” se fue a estrellar a la cabeza de la propietaria que estaba a muy poca distancia mía.
Fue un lanzamiento digno de una niña aventando o dejando caer una rosa acabada de cortar, snif.
Para suerte mía, fue tal el golpe al caerle la plastilina en la cabeza a la desafortunada compañera que todos echaron a reír a carcajadas, lo que salvó mi vergonzoso lanzamiento y sobre todo mi dignidad y hombría
Incluso, cuando llegó el prefecto fui “elegido” para ir a la dirección castigado por esa acción, junto a aquéllos que ya tenían fama de ser los más “desmadrosos” del salón, lo que elevó un poco mis créditos y mi fama en el grupo 1° D, de la gloriosa secundaria 59, Club de Leones.
A partir de entonces, se dio un cambio radical en mi vida: a) el futbol americano y todo deporte en los que se utilicen las manos quedaron excluidos de mis favoritos; b) Se me ubicó como integrante de ese selecto grupo de niños rufianes que en toda secundaria debe existir y que durante 3 años hace la vida de cuadritos a más de uno y, c) como consecuencia, mi deporte favorito es el juego del hombre: “futbol soccer” por lo que me hice “panbolero” de corazón, ya que sólo se utilizan los pies y no las “manitas”.
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